jueves, 28 de noviembre de 2013

Fragmento de "Allí donde el viento espera"


 Link a Sinerrata

"Lo observé cebar el mate para él y prepararme el café atendiendo sus movimientos confiados, característicos de quien realiza una tarea que ha efectuado con anterioridad infinidad de veces. Toda su concentración estaba ahora puesta en ese pequeño y significativo acto. Sentí envidia; yo también quería ser capaz de neutralizar todo pensamiento que no tuviese relación al acto inmediato que me ocupara a cada instante, tener esa especie de posibilidad a la nada, a ese cajón vacío con el que cuentan los hombres cuando dicen, aseguran, no estar pensando en nada pues están ocupados en hacer otra cosa; como cebar un mate, por ejemplo. Entonces mis problemas estarían resueltos: bastaría con mantenerme ocupada de la mañana a la noche hasta el agotamiento. Pero eso no funcionaba para mí, como no funciona para la gran mayoría de las mujeres que conocí a lo largo de mi vida. Mi atención se encuentra generalmente disociada y es capaz de convivir a un mismo tiempo, distribuida entre la tierra, el cielo y el infierno, el pasado, el presente y el futuro.
El presente, el instante mismo en que un hecho ocurre, el hecho en sí, se escabulle entre los pronósticos meteorológicos del día siguiente y las preocupaciones por el hijo de la prima de la nieta de mi vecina que se encuentra con problemas de drogadicción. Otras veces, cuando no tengo nada por lo que amargarme, me pregunto por qué he vivido siempre a destiempo. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo. Pero en esos tiempos, entonces, ese día en que Ezequiel cebaba el mate y preparaba el café, mis pensamientos volvían siempre sobre lo mismo: lo que hubiese podido ser y nunca fui. En ese maremoto de ideas postergaba el cambio, la necesidad de hacer algo al respecto. En el presente, ese presente que es ahora pasado, era la vida que no era; era la insulsa realidad llena de miserias y preguntas que evitaba y escondía, día tras día, bajo mil excusas."

Maia Losch es autora de la novela Allí donde el viento espera, publicada recientemente por editorial Sinerrata. Escribe en Errante y errata y se encuentra en facebook y en Twitter.

jueves, 14 de noviembre de 2013

El valor de las palabras


Esta semana estoy leyendo en varios medios sobre la presentación del nuevo libro del Instituto Cervantes y la editorial Espasa, Las 500 dudas más frecuentes del español, y sin duda me quedo con una de las frases pronunciadas por el director del instituto Víctor García de la Concha: "Cuantos más libros, más libres, más cultos y más ricos. La lectura es la base de todo".

Me ha resultado especialmente interesante este énfasis en la relación, que ya conocíamos, por otra parte, entre el idioma, su conservación y buen empleo, y la lectura, que me ha hecho reflexionar, tampoco por primera vez, en la responsabilidad de los editores. Una de las tareas fundamentales de nuestro trabajo es asegurarnos de la corrección del lenguaje y de que los lectores no solo disfruten de la lectura sino que esta también sirva para enaltecer el idioma que nos permite comunicarnos.

Aún me llama más la atención esta frase porque llega en un momento en el que el debate sobre la necesidad de editores, e incluso maquetadores o correctores, está a la orden del día (resurgida la semana pasada, además, por un artículo en eldiario.es sobre el coste de los ebooks) y me pregunto, una vez más sin ser la primera en hacerlo, qué hemos hecho tan mal para que una buena cantidad del público tenga tan claro que somos totalmente prescindibles.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Dedicatoria

Allí donde el viento espera está dedicada a mis abuelas: Sonia y Berta.

Mi abuela Berta, la madre de mi padre, murió cuando yo tenía 8 años. Se podría decir que pasamos juntas poco tiempo. Sin embargo, las vivencias de ese período fueron tan significantes que se volvieron definitorias en la formación de mi percepción de la vida.
Con Sonia, la madre de mi madre, la relación fue totalmente distinta. Sonia vivía ya en Israel cuando yo nací y me tocaba verla durante sus viajes a Uruguay, una vez al año o cada dos. Pero su personalidad era tan fuerte y dominante que esos días resultaban muy intensos. A Sonia le gustaba coser y lo hacía muy bien. Pero precisaba que yo colaborara: me pedía que subiera el escritorio y me tomaba las medidas. Y varias veces al día, me obligaba a probarme la prenda: una falda, una blusa o un vestido. Ajustaba los alfileres en la tela de manera precisa con sus dedos suaves y movimientos certeros. Se quejaba de que yo, que siempre sufrí de cosquillas, me movía demasiado.
Era capaz de despertarme temprano en la mañana -durante mis vacaciones de verano-, para realizar una prueba. Yo refunfuñaba pero accedía, porque si alguien se aparece en tu cuarto con una almohadilla repleta de alfileres en su muñeca, lo más conveniente parece ser no oponer resistencia. 

A los 25 años me vine a vivir a Israel y me encontré con una mujer agotada más por la soledad que por el paso del tiempo. Seguía siendo una persona de carácter dominante pero sus ojos me decían a gritos que estaba cansada de tener que ser fuerte.

Fueron mis abuelas, las mujeres mayores de la tribu, las que contaban en mi pueril imaginación con esa mágica sabiduría que a mí me estaba vedada. Eso leía yo en sus ojos y me infundía un gran respeto.
No soy muy amiga de las idolatrías y me cuesta sobremanera admirar a alguien, pues considero que hay ciertas máscaras de barro que se deshacen con facilidad a menor distancia, que muchas de las personas que admiramos por sus actos maravillosos frente a la humanidad olvidaron ocuparse de aquellos que tuvieron más cerca. No faltan casos. Con mis abuelas puedo hacer una excepción. No fueron famosas y sus nombres no aparecerán en ninguna revista especializada. Pero a ellas puedo admirarlas porque sus miradas eran piedras filosofales para mí, libros de historia extendiéndose a lo largo de silencios compartidos entre álbumes de fotos, movimientos generosos que se extendían por las venas de aquellas manos de uñas cortas que tanto trabajaron, sin paga alguna, con la única intención de invocar algo parecido a la felicidad en sus seres queridos; pagando a veces el precio de olvidar la propia, sin pedir nada a cambio; con la resignación amorosa de quien ha sufrido lo suficiente como para comprender que la vida no es una pregunta sino una respuesta.

Y por eso dediqué mi primera novela a mis abuelas: mis primeras mujeres.